En medio de la peor contracción económica que ha sufrido Venezuela, con una caída estrepitosa en la producción de petróleo, principal fuente de divisas, una hiperinflación que lleva dos años azotando a los venezolanos y altos niveles de corrupción, el mandatario Nicolás Maduro ha subsistido refugiándose en la venta del oro, un metal precioso que es extraído de las profundidades del suelo venezolano y que esconde tras su brillo baños de sangre, deforestación y corrupción
Transparencia Venezuela, diciembre 2019.
Nicolás Maduro firmó las hojas que reposaban sobre la mesa y confirmó lo que desde hace mucho se decía. El 15 de octubre de 2019, durante una reunión en el Palacio de Miraflores, el mandatario anunció que entregaría una mina de oro a cada gobernación bolivariana para financiar el presupuesto y corroboró que el negocio del oro en Venezuela se convirtió en uno de los últimos bastiones que sostienen a su gobierno, cuestionado por organismos internacionales y desconocido por más de 55 países.
El reciente anuncio fue enmarcado en el Plan Minero Tricolor con el que se prevé “potenciar” no solo la producción de oro, sino de coltán y diamantes en el denominado Arco Minero del Orinoco, un proyecto anunciado por el presidente Hugo Chávez en 2011 y retomado por su sucesor en 2016, que arbitrariamente avaló la minería en 111.843 kilómetros cuadrados del estado Bolívar, en una superficie que representa 12% del territorio nacional, de una zona ecológica protegida, con presencia de más de 190 comunidades indígenas.
El secretismo gubernamental que se ha consolidado durante años ha impedido precisar cómo se pretende hacer la distribución de minas entre los gobernadores, o conocer con exactitud cuántas de las áreas contempladas en el Arco Minero del Orinoco están operativas y cuántos kilos de oro han reportado a las arcas del Banco Central de Venezuela, único responsable de transar con el metal.
Sin embargo, en esta investigación de Transparencia Venezuela, se constató que el negocio aurífero al sur del país está manchado de sangre y viciado de las más ilícitas prácticas, como el contrabando del mineral aurífero y del combustible, la trata de personas y el tráfico de drogas, armas, entre otros.
Durante esta investigación se evidenció que la continua paralización de la empresa estatal extractora y procesadora de oro, Minerven, la ha puesto en un rol de recolectora del oro producido principalmente en zonas mineras ilegales en las que opera una estructura delincuencial dedicada a ejercer control en las minas sin que el gobierno oponga mucha resistencia. Por el contrario, ex funcionarios de inteligencia e investigadores independientes han confirmado que las autoridades conviven con las bandas criminales porque les reportan ganancias mediante la entrega de sobornos o porcentajes del botín.
Diversas fuentes consultadas estiman que entre 70% y 90% del oro que se extrae, sale del territorio de manera ilegal en operaciones en las que involucran a funcionarios del alto gobierno y familiares cercanos al entorno presidencial. El contrabando de oro ocurre tanto por tierra como por aire y llega a países cercanos como Colombia y lejanos como los Emiratos Árabes Unidos. Solo en 2018 este contrabando representó 2.711 millones de dólares, de acuerdo con la consultora Ecoanalítica.
Entre los grupos delincuenciales que luchan por conseguir el dominio de las minas se encuentran los denominados sindicatos mineros, liderados por pranes, un término que se creó en las cárceles venezolanas para referirse a los líderes criminales que las gobiernan. También hay integrantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN), provenientes de Colombia, país fronterizo con Venezuela. El grupo guerrillero apareció brevemente en la zona en 2016 y reapareció en 2018 cuando asesinó a 20 personas al tomar seis minas del municipio Guasipati.
La investigación, complementada con reportajes de medios nacionales e internacionales, también corroboró que cada día aumenta más el número de mujeres que se dedican a la minería ilegal, enfrentándose con altos niveles de violencia y muerte. Su vida está expuesta no solo porque trabajan con elevadas dosis de mercurio –pese a estar prohibido-, sino también por vivir en las zonas consideradas como el foco más importante de la epidemia de malaria (o paludismo) en América Latina.
Los mineros, así como el resto de las personas que hacen vida dentro de las minas, también deben someterse a las reglas del pranato que ha logrado copiar estructuras como las de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y controlan con mano dura cada paso que se da dentro de una mina. Instauraron un semáforo de la violencia para castigar a quienes no “obedecen”. Ante la primera infracción, la sanción es una paliza, si se incurre en un delito por segunda vez, se mutila alguna extremidad y a la tercera falta el castigo es la muerte por descuartizamiento.
Pese a los altos riesgos que implica, la desesperación por obtener dinero en medio de la crisis económica ha impulsado a miles venezolanos a migrar al sur de Bolívar para practicar la minería ilegal, también ha atraído a ex trabajadores de las empresas de la Corporación Venezolana de Guayana. Tras el apagón silencioso y progresivo de estatales como Sidor y Venalum, hombres y mujeres optaron por tomar picos, palas y bateas y adentrarse en las minas, en lo que ha sido catalogado como una vuelta al extractivismo del siglo XIX que arrasa con los avances del trabajo decente en el mundo laboral.
La minería ilegal ha arrasado con ecosistemas de interés mundial, pues las áreas que se explota forman parte de la Amazonía, y ha incidido en el desarrollo de los pueblos indígenas y en la biodiversidad única de la zona. Incluso el Parque Nacional Canaima, declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco se ha visto afectado por la minería.
Pese a las múltiples denuncias alrededor del negocio, ningún vocero del Ministerio de Desarrollo Minero Ecológico, la Corporación Venezolana de Minería, o del Banco Central de Venezuela atendió las solicitudes de información que se presentaron con antelación para este proyecto.
La fiebre del oro seguirá cobrando vidas y causando estragos ambientales en las tierras del sur de Venezuela hasta que el Estado no depure sus estructuras corruptas y diseñe políticas mineras adecuadas. Mientras tanto, el mapa de bandas seguirá creciendo vertiginosamente en la violenta lucha por el control, amparados por funcionarios y militares inescrupulosos que continuarán beneficiándose de un oro manchado de sangre.
Capítulo 1. El oro venezolano se funde entre la ilegalidad y la muerte.